¡Él confía en nosotros!
Élder Stanley G. Ellis
De los Setenta
Cada uno de nosotros algún día estará ante Dios para darle cuentas de nuestro servicio en el sacerdocio.
Hace varios años, mi esposa y yo fuimos llamados a presidir la Misión Brasil São Paulo Norte. El llamamiento significaba que íbamos a estar en el exterior por tres años. Debido a nuestra situación familiar y empresarial, sentimos que no debíamos vender nuestra casa ni nuestro negocio en Houston.
Al comenzar los preparativos preliminares, fue evidente que necesitaríamos un poder notarial, un documento legal que otorga a otra persona la autoridad para hacer cualquier cosa en nuestro nombre. La persona que tuviera ese documento podría vender nuestra casa u otros bienes, pedir dinero prestado en nuestro nombre, gastar nuestro dinero e incluso, ¡vender el negocio! La idea de darle tanto poder y autoridad a otra persona sobre nuestros asuntos nos infundía temor.
Decidimos darle el poder notarial a una persona de confianza, un buen amigo y socio que ejerció muy bien ese poder y esa autoridad. Hizo lo que habríamos hecho nosotros si hubiésemos estado allí.
Hermanos, piensen en lo que el Señor nos ha dado: ¡Su poder y autoridad, el poder y la autoridad para actuar por Él en todo lo relacionado con Su obra!
Con ese poder del sacerdocio y la debida autorización de los que tienen las llaves, podemos realizar las ordenanzas de salvación en nombre de Él: bautizar para la remisión de los pecados; confirmar y conferir el Espíritu Santo; conferir el sacerdocio; ordenar a los oficios del sacerdocio y efectuar las ordenanzas del templo. En Su nombre podemos administrar Su Iglesia. En Su nombre podemos bendecir, hacer la orientación familiar y aún sanar a los enfermos.
¡Cuánta confianza ha depositado el Señor en nosotros! Imagínense, ¡Él confía en nosotros!
Antes de recibir el sacerdocio ya se nos había preparado y probado mediante la fe en Jesucristo, el arrepentimiento, el bautismo y la recepción del don del Espíritu Santo. Al momento de ser ordenados, variaba nuestro nivel de experiencia, pero el procedimiento divino era el mismo. Los que ejercían las llaves del sacerdocio oraron acerca de nosotros y nos entrevistaron. Los miembros de nuestra unidad nos sostuvieron y fuimos ordenados por alguien que tenía la autoridad y que estaba autorizado para hacerlo.
El Señor es prudente con Su sacerdocio; ejercer Su poder y autoridad es una responsabilidad sagrada.
¡Qué maravilloso habernos ganado la confianza de Dios! ¡Él confía en ustedes! ¡Él confía en mí!
Cuando recibimos el sacerdocio, lo hacemos mediante convenio, o sea, una promesa mutua. Él promete bendecirnos, pero bajo ciertas condiciones. Nosotros prometemos cumplir esas condiciones y, al hacerlo, el Señor cumple siempre Su palabra y nos brinda la bendición, por lo general, más de lo que acordó. Él es muy generoso.
Cuando recibimos el Sacerdocio de Melquisedec, recibimos lo que se llama “el juramento y el convenio” del sacerdocio. Le prometemos al Señor dos cosas y Él nos promete dos cosas. Prometemos ser “fieles hasta obtener estos dos sacerdocios” y fieles en “magnifica[r] [nuestro] llamamiento”. Él promete que seremos “santificados por el Espíritu”. Luego, después de haber sido fieles en todo hasta el final, Él promete que “todo lo que mi Padre tiene [nos] será dado” (véase D. y C. 84:33–41).
El Señor bendice a Sus hijos mediante el servicio del sacerdocio. Para ayudarnos a tener éxito en el servicio fiel, nos da directivas y amonestaciones; lo ha hecho en las Escrituras y continúa guiándonos a través de nuestros líderes y de la inspiración del Espíritu Santo.
En las Escrituras hay muchos pasajes de instrucción y amonestación a los poseedores del sacerdocio. Uno de los mejores es la sección 121 de Doctrina y Convenios. En unos cuantos versículos el Señor nos enseña que el sacerdocio sólo se puede ejercer con rectitud. Debemos tratar a los demás con persuasión, paciencia y bondad. Él nos recuerda la importancia de la caridad y la virtud para contar con la compañía constante del Espíritu Santo.
Esa sección también nos advierte de actitudes y hechos que harán que perdamos el poder del sacerdocio. Si “aspiramos a los honores de los hombres”, intentamos “encubrir nuestros pecados, satisfacer nuestro orgullo o nuestra vana ambición” o buscamos “ejercer control” sobre los demás, perdemos el poder del sacerdocio (véanse los versículos 35–37). Desde ese momento, practicaremos la superchería sacerdotal, habremos abandonado el servicio a Dios y nos habremos puesto al servicio de Satanás.
Conviene que los poseedores del sacerdocio estudien con regularidad la sección 121. Es fácil de entender porque nuestros profetas modernos han hecho hincapié en la necesidad de mantener nuestra dignidad y nos han dado Para la fortaleza de la juventud como guía para ayudarnos.
Una razón por la que debemos mantener la dignidad es que nunca sabemos cuándo necesitaremos usar el sacerdocio.
Cuando nuestro hijo Matthew tenía cinco años, se cayó del trampolín más alto de la piscina comunal del barrio y se pegó en la orilla de hormigón o concreto, fracturándose el cráneo y sufriendo conmoción cerebral. Lo llevaron por helicóptero al Centro Médico de Houston para recibir tratamiento de emergencia. Yo necesitaba inmediatamente la ayuda del sacerdocio. Nuestro maestro orientador y nuestro líder del sacerdocio eran dignos y estaban preparados. Me ayudaron a darle a Matthew una bendición y se recuperó totalmente.
Tenemos que estar preparados en todo momento; como se dice en escultismo: “Siempre listos”.
Ciertamente queremos evitar la superchería sacerdotal, pero el apóstol Pablo nos advirtió de otro peligro. Nos advirtió que en nuestros días habría quienes “tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella” (2 Timoteo 3:5).
Como poseedores del sacerdocio, ¿cómo podemos tener apariencia de piedad, pero negar la eficacia de ella? ¿Podría ser que no utilicemos el sacerdocio que poseemos, que sólo visitemos a las familias pero no demos el mensaje de la orientación familiar, que sólo oremos en una ordenanza o en una ordenación en lugar de dar una bendición, que hagamos la obra del Señor sin primero orar para conocer Su voluntad y hacerlo a Su manera?
Recuerden el consejo que nos dio el Señor a través de Nefi: “nada debéis hacer ante el Señor, sin que primero oréis” (2 Nefi 32:9).
Hace años fui llamado a servir como consejero de la presidencia de la Estaca Houston Norte, Texas. Estaba estudiando la parábola de los talentos. Recuerdan la historia. Un hombre tenía que irse, y confió sus bienes a sus siervos. Uno recibió cinco talentos, el segundo dos y el último uno. A su regreso, pidió que le rindieran cuentas.
Al siervo que recibió cinco y devolvió diez, y también al que tomó dos y devolvió cuatro, se los declaró buenos siervos y fieles. Pero el que captó mi atención fue el siervo que recibió uno, lo cuidó y se lo devolvió a salvo a su señor. Me sorprendió la respuesta del señor: “Siervo malo y negligente… quitadle, pues, el talento… y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera” (véase Mateo 25:14–30).
Esto pareció ser una reacción severa hacia el que parecía tratar de cuidar lo que se le había dado; pero el Espíritu me enseñó esta verdad: ¡El Señor espera que haya una diferencia! En ese momento supe que cada uno de nosotros algún día estará ante Dios para darle cuentas de nuestro servicio y mayordomías en el sacerdocio. ¿Marcamos una diferencia? En mi caso, ¿era la Estaca Houston Norte, Texas, mejor después de mi relevo que cuando fui llamado?
Afortunadamente el Señor nos enseña cómo ser fructíferos y tener una buena influencia. “El que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto…” (Juan 15:5). Si ejercemos Su sacerdocio a Su manera, siguiendo la instrucción que recibamos de Sus siervos y de Su Espíritu, ¡seremos siervos buenos y fieles!
¡Mis queridos hermanos del sacerdocio, el Señor Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor, vive! Él nos conoce y nos ama. Depositó Su confianza en nosotros al darnos el poder y la autoridad de Su sacerdocio. Yo soy testigo de esa verdad. Ruego que usemos Su poder y autoridad para hacer Su voluntad a Su manera.
Al escuchar a los presidentes Hinckley, Monson y Faust, doy mi testimonio personal de que cada uno de ellos es un profeta, vidente y revelador. Estoy deseoso de escuchar su consejo. En el nombre de Jesucristo. Amén.