domingo, 6 de febrero de 2011

Anhelosamente consagrados

Anhelosamente consagrados

PRESIDENTE THOMAS S. MONSON
Primer Consejero de la Primera Presidencia

Hay miembros de quórumes y aquellos que deberían ser miembros de nuestros quórumes que necesitan ayuda.

PRESIDENTE THOMAS S. MONSONMis queridos hermanos, es una experiencia solemne y una lección de humildad estar ante ustedes esta tarde y responder a la invitación de enseñar y testificar en cuanto al sagrado privilegio que tenemos de portar el sacerdocio de Dios. Ruego tener su fe y oraciones.

Además de los que poseen el Sacerdocio Aarónico y el de Melquisedec que se encuentran presentes esta tarde aquí en este hermoso Centro de Conferencias o en otras localidades por todo el mundo, hay un gran número de poseedores del sacerdocio que, por alguna razón, se han alejado de sus deberes y han elegido seguir otros caminos.

El Señor nos dice claramente que debemos tender una mano de ayuda y rescatar a esas personas, y a sus seres queridos, para traerlos a la mesa del Señor. Haríamos bien en prestar atención a las instrucciones divinas del Señor cuando declaró: “Por tanto, aprenda todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado”1. Y agregó:

“Porque he aquí, no conviene que yo mande en todas las cosas; porque el que es compelido en todo es un siervo perezoso y no sabio; por tanto, no recibe galardón alguno.

“De cierto digo que los hombres deben estar anhelosamente consagrados a una causa buena, y hacer muchas cosas de su propia voluntad y efectuar mucha justicia;

“porque el poder está en ellos, y en esto vienen a ser sus propios agentes. Y en tanto que los hombres hagan lo bueno, de ninguna manera perderán su recompensa”2.

Las sagradas Escrituras proporcionan a ustedes y a mí un modelo para seguir, cuando dicen: “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”3. Y Él “anduvo haciendo bienes… porque Dios estaba con él”4.

Al estudiar la vida del Maestro, he observado que Sus lecciones perdurables y Sus maravillosos milagros por lo general ocurrían cuando se encontraba haciendo la obra de Su Padre. En el camino a Emaús, Él se apareció con un cuerpo de carne y huesos; comió alimentos y testificó de Su divinidad. Todo esto ocurrió después de que salió de la tumba.

Antes de eso, mientras se encontraba en el camino a Jericó, le restituyó la vista a un ciego.

El Salvador siempre se encontraba activo y ocupado: enseñando, testificando y salvando a los demás. Ése es nuestro deber personal como miembros de los quórumes del sacerdocio en la actualidad.

En una proclamación de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce Apóstoles emitida el 6 de abril de 1980, se expuso esta declaración de testimonio y de verdad:

“Afirmamos solemnemente que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es, de hecho, la restauración de la Iglesia restablecida por el Hijo de Dios cuando en Su vida mortal organizó Su obra en la tierra; que lleva Su sagrado nombre, el nombre de Jesucristo; que está edificada sobre el cimiento de apóstoles y profetas, siendo Él mismo la piedra angular; que Su sacerdocio, tanto el orden de Aarón como el de Melquisedec, fue restaurado por las manos de aquellos que lo poseyeron antiguamente: Juan el Bautista, en el caso del Sacerdocio Aarónico; y Pedro, Santiago y Juan, en el caso del Sacerdocio de Melquisedec”5.

El 6 de octubre de 1889, el presidente George Q. Cannon expresó esta súplica:

“Deseo ver fortalecido el poder del sacerdocio… Deseo ver esta fortaleza y poder difundidos por toda la organización del sacerdocio, abarcando desde la cabeza hasta el último y más humilde diácono de la Iglesia. Todo hombre debe buscar las revelaciones de Dios y disfrutarlas, esa luz de los cielos que resplandece en su alma y le da conocimiento con respecto a sus deberes, con respecto a esa porción de la obra de Dios a la que es llamado como poseedor del sacerdocio”6.

Esta tarde compartiré con ustedes dos experiencias de mi vida: una que se llevó a cabo cuando yo era un jovencito, y la otra en cuanto a un amigo mío que era esposo y padre de familia.

Poco después que fui ordenado al oficio de maestro en el Sacerdocio Aarónico, fui llamado a servir como presidente del quórum. Nuestro asesor, Harold, se interesaba en nosotros, y nosotros lo sabíamos. Un día me dijo: “Tom, a ti te gusta criar palomas, ¿verdad?”.

Le respondí con un entusiasta: “Sí”.

Luego me preguntó: “¿Te gustaría que te regalara una pareja de palomas de raza pura?”.

Esta vez le contesté: “¡Sí, claro!”. Las que yo tenía eran de las comunes que atrapaba en el techo de la escuela primaria.

Él me invitó a que fuera a su casa a la tarde siguiente. Ese día fue uno de los más largos de mi vida. Yo había estado esperando una hora antes de que él regresara a casa del trabajo. Me llevó al palomar, que tenía en un pequeño cobertizo, al fondo de su terreno. Mientras yo contemplaba las palomas, que eran las más hermosas que hasta entonces había visto, él me dijo: Escoge cualquier macho, y te daré una hembra que es distinta de todas las palomas del mundo”. Después de hacer mi selección, él me puso en la mano una diminuta hembra; la miré y le pregunté qué era lo que la hacía diferente de las otras. Me contestó: “Obsérvala con atención, y verás que tiene un solo ojo”. Era cierto; le faltaba un ojo, que había perdido en una pelea con un gato. “Llévalas a tu palomar”, me aconsejó, “tenlas encerradas unos diez días, y después suéltalas para ver si se han acostumbrado al lugar y se quedan allí”.

Seguí las instrucciones de Harold. Cuando las solté, el macho se pavoneó un poco por el techo del palomar, y luego entró a comer; pero la hembra desapareció en un instante. Inmediatamente llamé a Harold y le pregunté si la paloma tuerta había regresado al palomar de él.

“Ven”, me dijo, “y nos aseguraremos”.

Mientras caminábamos desde la puerta de la cocina hasta el palomar, mi asesor me comentó: “Tom, tú eres el presidente del quórum de maestros”. Por supuesto, yo ya sabía eso. Luego agregó: “¿Qué piensas hacer para activar a Bob, que es miembro de tu quórum?”.

Le contesté: “Lo invitaré a la reunión del quórum esta semana”.

Él entonces alargó la mano hacia un nido especial y me entregó la paloma tuerta. “Mantenla encerrada durante unos días, y vuelve a probar”. Así lo hice, y una vez más el ave desapareció. La historia se repitió. “Ven, y veremos si volvió acá”. Mientras íbamos hacia el palomar, me hizo este comentario: “Te felicito por haber conseguido que Bob fuera al sacerdocio. Y ahora, ¿qué harán tú y él para activar a Bill?”.

“Lo tendremos en la reunión la próxima semana”, le contesté.

Esa experiencia se repitió una y otra vez. Yo ya era un adulto cuando llegué a darme cuenta de que Harold, mi asesor, en verdad me había regalado una paloma especial, la única paloma de todo su palomar que él sabía que volvería cada vez que la pusiera en libertad. Fue su manera inspirada de tener una entrevista personal del sacerdocio ideal con el presidente del quórum cada dos semanas. Le debo mucho a aquella paloma tuerta, y le debo aún más a aquel asesor de quórum que tuvo la paciencia y la facultad de ayudarme a prepararme para las responsabilidades futuras.

Padres y abuelos, tenemos una responsabilidad aún mayor de guiar a nuestros preciosos hijos y nietos; ellos necesitan nuestra ayuda, nuestro ánimo y nuestro ejemplo. Se ha dicho sabiamente que nuestros jóvenes necesitan menos críticos y más modelos para seguir.

Tenemos ahora el ejemplo de hombres en cuyos hábitos y modo de vivir hay muy poca asistencia a la Iglesia o actividades de la Iglesia de cualquier clase. El número de esos futuros élderes ha ido creciendo, debido a esos jovencitos de los quórumes del Sacerdocio Aarónico que se desvían al recorrer el sendero de éste, y a esos hombres maduros que se bautizan, pero que no perseveran en las actividades ni en la fe para se les llegue a ordenar élderes.

Pienso no sólo en el corazón y en el alma de cada uno de esos hombres, sino en el pesar de sus dulces esposas e hijos. Esos hombres esperan una mano de ayuda, una palabra de aliento y un testimonio personal de la verdad expresado desde un corazón lleno de amor y un deseo de elevar y edificar.

Una de esas personas era Shelley, un amigo mío; su esposa e hijos eran miembros excelentes, pero todos sus esfuerzos por motivarlo para que se bautizara y recibiera las bendiciones del sacerdocio habían sido lamentablemente en vano.

Entonces murió la madre de Shelley; éste estaba tan afligido que se apartó a un cuarto especial de la funeraria donde recibiría la transmisión del servicio fúnebre, a fin de estar solo y de que nadie le viese llorar su tristeza. Mientras lo consolaba en aquel cuarto, antes de acercarme al púlpito, me dio un abrazo, y me di cuenta de que algo le había llegado al corazón.

Pasó el tiempo; Shelley y su familia se mudaron a otra parte de la ciudad y yo fui llamado a presidir la Misión Canadiense, y junto con mi familia, nos mudamos a Toronto, Canadá, donde estuvimos durante tres años.

Al volver, y después que fui llamado al Quórum de los Doce, Shelley me habló por teléfono y dijo: “Obispo, ¿podría sellar a mi esposa y a mí y a nuestra familia en el Templo de Salt Lake?”.

Vacilante, le contesté: “Shelley, primero hay que hacerse miembro de la Iglesia”.

Se rió y respondió: “Me encargué de eso mientras usted estuvo en Canadá. Lo hice para darle la sorpresa. Teníamos un maestro orientador que solía visitarnos con regularidad y me enseñó las verdades de la Iglesia. En su trabajo, él ayudaba a los niños todas las mañanas a cruzar la calle para ir a la escuela y por las tardes cuando volvían a casa, y me pidió que le ayudara. Durante los ratos en los que no había niños que acompañar a cruzar, me daba más instrucción acerca de la Iglesia”.

Tuve el privilegio de ver ese milagro y de sentir el gozo con el corazón y con el alma. Se efectuaron los sellamientos y quedó unida una familia. Poco después, murió Shelley. Yo tuve el privilegio de hablar en los servicios funerales. Tendré por siempre grabada en mi memoria la imagen del cuerpo de mi amigo Shelley en el féretro, vestido con la ropa del templo. Derramé lágrimas, lágrimas de gratitud, porque se había hallado al que estuvo perdido.

Aquellos que han sentido la influencia del amor del Maestro, por alguna razón no pueden explicar el cambio que se efectúa en ellos. Tienen el deseo de vivir mejor, de servir con fidelidad, de caminar con humildad y ser más como el Salvador. Después de recibir su vista espiritual y vislumbrar las promesas de la eternidad, hacen eco a las palabras del hombre ciego a quien Jesús le restituyó la vista y que dijo: “una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo”7.

¿Cómo podemos explicar esos milagros? ¿A qué se debe el aumento en la actividad espiritual de hombres que durante tanto tiempo habían sido menos activos? El poeta, al hablar de la muerte, escribió: “Dios tocó al hombre, y éste durmió”8. Yo digo, al hablar de este nuevo nacimiento, “Dios tocó a los hombres, y despertaron”.

Hay dos razones fundamentales que en gran parte son responsables de estos cambios de actitud, de hábitos y de acciones.

Primero, al hombre se le han indicado sus posibilidades eternas y ha tomado la decisión de lograrlas. El hombre ya no puede sentirse conforme con la mediocridad una vez que lo eminente está a su alcance.

Segundo, otros hombres y otras mujeres, y, sí, otras personas jóvenes han seguido la admonición del Salvador y han amado a su prójimo como a sí mismos y han ayudado a realizar los sueños y las ambiciones de su prójimo.

En este proceso, el catalizador ha sido el principio del amor.

El transcurso del tiempo no ha alterado la capacidad del Redentor para cambiar la vida de los hombres. Tal como le dijo a Lázaro, ya muerto, así Él les dice a ustedes y a mí: “Ven”9. Yo agrego: Sal de la desesperación de la duda; sal de la aflicción del pecado; sal de la muerte de la incredulidad; sal a una nueva vida. Ven.

Al hacerlo, y al dirigir nuestros pasos a lo largo de los senderos donde Jesús caminó, recordemos el testimonio que Él dio: “He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo… soy la luz y la vida del mundo”10. “Soy el primero y el último; soy el que vive, soy el que fue muerto; soy vuestro abogado ante el Padre”11.

Hay miembros de quórumes y aquellos que deberían ser miembros de nuestros quórumes que necesitan ayuda. John Milton escribió en su poema “Lycidas” lo siguiente: “Las ovejas hambrientas miran hacia arriba, y no reciben sustento”12. El Señor mismo le dijo al profeta Ezequiel: “¡Ay de los pastores de Israel, que… no [apacientan] a las ovejas”13.

Mis hermanos del sacerdocio, la tarea es nuestra. Sin embargo, recordemos, y nunca olvidemos, que esa empresa no es imposible. Los milagros se ven por doquier cuando se magnifican los llamamientos del sacerdocio. Cuando la fe reemplaza la duda, cuando el servicio desinteresado elimina los deseos egoístas, el poder de Dios lleva a cabo Sus propósitos. Estamos en la obra del Señor; tenemos derecho a recibir la ayuda del Señor. Pero debemos esforzarnos. De la obra Shenandoah provienen las palabras de inspiración: “Si no nos esforzamos, entonces no hacemos nada; y si no hacemos nada, entonces, ¿por qué estamos aquí?”.

Seamos todos hacedores de la palabra y no tan sólo oidores14. Sigamos el ejemplo de nuestro Presidente, Gordon B. Hinckley, el Profeta del Señor.

Que, al igual que los seguidores de antaño del Salvador, respondamos a la invitación: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres”15. Que así sea, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

NOTAS

1. D. y C. 107:99.

2. D. y C. 58:26–28.

3. Lucas 2:52.

4. Hechos 10:38.

5. Véase “Proclamación”, Liahona, julio de 1980, pág. 87.

6. Deseret Semi-Weekly News, 29 de octubre de 1889, pág. 5.

7. Juan 9:25.

8. Alfred, Lord Tennyson, In Memoriam A. H. H., sección 85, estrofa 5, línea 4.

9. Juan 11:43.

10. 3 Nefi 11:10–11.

11. D. y C. 110:4.

12. “Lycidas”, línea 125.

13. Ezequiel 34:2–3.

14. Véase Santiago 1:22.

15. Mateo 4:19.