Dallin H. Oaks
Of the Quorum of the Twelve Apostles
Quizás no tenga yo que cruzar
montañas ni ancho mar;
quizás no sea a lucha cruel
que Cristo me quiera enviar.
Mas si Él me llama a sendas
que yo nunca caminé,
confiando en Él le diré:
Señor, adonde me mandes iré.
(“A donde me mandes iré”, Himnos, N° 175.)
Escrito por una poetisa que no era Santo de los Últimos Días, sus palabras expresan la dedicación de los hijos fieles de Dios en todas las épocas.
Abraham, que condujo a Isaac en aquella desgarradora jornada hasta el monte Moriah, iba fielmente a donde el Señor quería que fuera (véase Génesis 22). También lo hizo David, cuando salió de las filas de los ejércitos de Israel para responder al desafío del gigante Goliat (véase 1 Samuel 17). Ester, inspirada para salvar a su pueblo, recorrió un mortífero sendero para enfrentar al rey en el aposento real (véase Ester 4–5). “A donde me mandes iré, Señor” fue la motivación que tuvo Lehi para abandonar Jerusalén (véase 1 Nefi 2) y su hijo Nefi para volver en busca de los preciados anales (véase 1 Nefi 3). Se podrían citar cientos de otros ejemplos de las Escrituras.
Todas esas almas fieles demostraron su obediencia a la guía del Señor y la fe que tenían en Su poder y bondad. Como lo explicó Nefi: “Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que cumplan lo que les ha mandado” (1 Nefi 3:7).
A nuestro alrededor, y en recuerdos de tiempos pasados, tenemos los ejemplos inspiradores del servicio humilde y fiel de Santos de los Últimos Días. Uno de los más conocidos es el del presidente J. Reuben Clark. Después de más de dieciséis años de haber sido un primer consejero de influencia extraordinaria, se reorganizó la Primera Presidencia y lo llamaron como segundo consejero. Dando un ejemplo de humildad y de disposición a prestar servicio que ha influido en generaciones, él dijo a la Iglesia:” ‘Cuando servimos al Señor, no interesa dónde sino cómo lo hacemos. En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, uno debe aceptar el lugar que se le haya llamado a ocupar y no debe ni procurarlo ni rechazarlo’ ” (citado por Keith K. Hilbig en “El crear o continuar eslabones del sacerdocio”, Liahona, enero de 2002, pág. 53).
De la misma importancia, aunque menos visibles, están los millones de miembros que ahora trabajan con fe y devoción similares en los rincones remotos de la viña del Señor. Nuestros fieles misioneros mayores presentan los mejores ejemplos que conozco.
Hace poco revisé los papeles misionales de más de cincuenta matrimonios mayores. Todos habían cumplido ya por lo menos tres misiones cuando enviaron los papeles para recibir otro llamamiento; provenían de todas partes, desde Australia hasta Arizona, de California a Misuri; sus edades variaban desde sesenta y setenta y tantos años hasta… bueno, no importa. Una de las parejas, que se ofrecía para cumplir la séptima misión, había prestado servicio en la Manzana del Templo, en Alaska, en Nueva Zelanda, en Kenya y en Ghana; se les mandó a Filipinas. Se podrían citar infinidad de ejemplos similares.
Los comentarios de los líderes del sacerdocio, que aparecen en los papeles de esos matrimonios, son un testimonio de servicio y sacrificio. A continuación, cito varios:
“Dispuestos a ir a cualquier lugar y hacer cualquier cosa durante todo el tiempo que se les requiera”.
“Son un gran ejemplo de los miembros de la Iglesia que dedican su vida a servir al Señor”.
“Iremos a donde el Señor quiera que vayamos”, comentó un matrimonio. “Oramos para que nos manden a donde se nos necesite”.
Los comentarios de los líderes del sacerdocio sobre las cualidades de esos matrimonios dan un buen resumen de la obra que nuestros misioneros mayores llevan a cabo tan eficazmente.
“Él es especial para comenzar y hacer funcionar programas, y en liderazgo”.
“Su mayor gozo es cuando se les pide que ‘edifiquen’ y desarrollen algo, por lo que una asignación en un área en desarrollo de la Iglesia sería apropiada para ellos. Están dispuestos a prestar servicio en cualquier cargo al que se les llame”.
“Serían de mayor utilidad trabajando con los menos activos y los conversos que en las oficinas”.
“Aman a los jóvenes y tienen un don especial para tratarlos”.
“Consideran que son más eficaces, y les gusta más, la capacitación de líderes y la obra de hermanamiento”.
“Han declinado un poco físicamente, pero no en asuntos espirituales ni en su entusiasmo misional”.
“Él es un verdadero misionero. Se llama Nefi y sigue los pasos de su tocayo. Ella es una mujer extraordinaria y siempre ha sido un gran ejemplo. Serán excelentes en cualquier lugar a donde se les llame. Ésta es su quinta misión”. (Habían prestado servicio previamente en Guam, Nigeria, Vietnam, Pakistán, Singapur y Malasia. Para que descansaran de esos senderos tan difíciles, los siervos del Señor los llamaron a prestar servicio en el Templo de Nauvoo.)
Otro matrimonio habló por todos esos héroes y heroínas al escribir lo siguiente: “Iremos a cualquier parte y haremos lo que se nos pida. No es un sacrificio sino un privilegio”.
Esos misioneros mayores ofrecen una porción especial de sacrificio y dedicación; así también lo hacen nuestros presidentes de misión y de templo y sus leales compañeras. Todos dejan atrás su hogar y su familia para prestar servicio regular durante cierto tiempo. Lo mismo hacen el ejército de misioneros jóvenes, que interrumpen su vida cotidiana, se despiden de familia y de amigos y salen (generalmente pagando sus propios gastos) a prestar servicio en dondequiera que el Señor les asigne, hablando por medio de Sus siervos.
A donde me mandes iré, Señor,
a montañas o islas del mar.
Diré lo que quieras que diga, Señor,
y lo que Tú quieras seré.
(Himnos, N° 175.)
Millones de otras personas prestan servicio viviendo en su propio hogar y sirviendo voluntariamente en la Iglesia. Eso hacen los veintiséis mil obispados y presidencias de rama, y las fieles presidencias de quórumes y de la Sociedad de Socorro, la Primaria y las Mujeres Jóvenes que trabajan con ellos y bajo su dirección. Y eso hacen millones de otras personas que son fieles maestros en barrios, ramas, estacas y distritos. Pienso, además, en los cientos de miles de maestros orientadores y maestras visitantes que cumplen el mandato del Señor de “velar siempre por los miembros de la iglesia, y estar con ellos y fortalecerlos” (D. y C. 20:53). Todos ellos pueden unirse en esta inspirada estrofa:
Habrá palabras de fe y paz
que me mande el Señor decir;
yo sé que en sendas de la maldad
hay seres que redimir.
Señor, si Tú quieres mi guía ser,
la senda seguiré;
tu bello mensaje podré anunciar,
y lo que me mandes diré.
(Himnos, N° 175.)
Como lo enseñó el rey y profeta Benjamín: “…cuando [estamos] al servicio de [n]uestros semejantes, sólo [estamos] al servicio de [n]uestro Dios” (Mosíah 2:17). También nos advirtió: “Y mirad que se hagan todas estas cosas con prudencia y orden; porque no se exige que un hombre corra más aprisa de lo que sus fuerzas le permiten” (Mosíah 4:27).
El Evangelio de Jesucristo nos exhorta a convertirnos; nos enseña lo que debemos hacer y nos da las oportunidades de llegar a ser lo que nuestro Padre Celestial quiere que seamos. La dimensión total de esa conversión en hombres y mujeres de Dios se lleva a cabo mejor mediante nuestras labores en Su viña.
En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tenemos una gran tradición de servicio abnegado. Sin duda, una de las características distintivas de esta Iglesia es el hecho de que no tenemos clero profesional ni pago en los miles de nuestras congregaciones locales ni en las estacas, distritos y misiones regionales que las supervisan. Como una parte esencial del plan de Dios para Sus hijos, el liderazgo y el trabajo en esta Iglesia lo suministran Sus hijos, que dedican liberalmente su tiempo al servicio de Dios y de sus semejantes. Ellos obedecen el mandamiento del Señor de amarlo y servirlo (véase Juan 14:15; D. y C. 20:19, 42:29, 59:5). Esa es la forma en que hombres y mujeres se preparan para la suprema bendición de la vida eterna.
A pesar de ello, todavía hay quienes podrían mejorar. Cuando pido a los presidentes de estaca sugerencias en cuanto al tema que debería tratar en la conferencia de su estaca, muchas veces me hablan de miembros que rechazan llamamientos en la Iglesia o que los aceptan y no cumplen sus responsabilidades. Hay algunos que no son dedicados ni fieles, y así ha sido siempre. Pero esa actitud tiene consecuencias.
El Salvador habló del contraste entre los fieles y los infieles en tres grandes parábolas que se encuentran en el capítulo 25 de Mateo. La mitad de las invitadas quedaron excluidas de las bodas por no estar preparadas cuando llegó el esposo (véase Mateo 25:1–13). A los siervos inútiles, que no emplearon los talentos que el Maestro les había dado, no se les permitió entrar en el gozo del Señor (véase Mateo 25:14–30). Y cuando el Señor vino en Su gloria, separó a las ovejas, que habían prestado servicio a Él y a sus semejantes, de los cabritos, que no lo habían hecho. Sólo los que lo habían hecho “a uno de estos mis hermanos más pequeños” (Mateo 25:40) fueron apartados a Su derecha para “heredar el reino preparado… desde la fundación del mundo” (véase Mateo 25:31–46).
Mis hermanos y hermanas, si no están completamente dedicados, les pido que consideren a quién es que se niegan a servir o descuidan su servicio cuando rechazan un llamamiento o cuando lo aceptan, cuando prometen y no lo cumplen. Ruego que cada uno de nosotros siga estas inspiradas palabras:
Habrá quizás algún lugar,
en viñas de mi Señor,
en donde pueda con fe servir
a Cristo, mi Salvador.
(Himnos, N° 175.)
Jesús señaló el camino. Aun cuando deseó no tener que recorrer la amarga senda a través de Getsemaní y el Calvario (véase D. y C. 19:18), con sumisión le dijo al Padre: “…pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
Antes, había enseñado:
“…Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.
“Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.
“Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mateo 16:24–26).
Es preciso que recordemos el propósito de prestarnos servicio unos a otros. Si se tratara solamente de realizar parte de Su obra, Dios podría enviar “legiones de ángeles”, como Jesús enseñó en otra ocasión (véase Mateo 26:53). Pero con eso no se cumpliría el propósito del servicio que Él ha determinado. Servimos a Dios y a nuestros semejantes a fin de convertirnos en la clase de hijos que puedan volver a vivir con nuestros Padres Celestiales.
Y siempre confiando en Su bondad,
Sus dones recibiré.
Alegre, haré Su voluntad,
y lo que me mande seré.
(Himnos, N° 175.)
Hace casi diez años leí la carta de un ex misionero que describía cómo había tenido lugar ese proceso en su vida. Escribía para agradecer a los que dirigían la obra misional por haberse “atrevido a enviarme a donde el Señor quería, en lugar de a donde a mí me parecía bien”. Según explicó, provenía “de un ambiente de intelectualidad orgullosa y competitiva”. Antes de la misión estaba estudiando en una universidad prestigiosa del este de los Estados Unidos. Cito sus palabras:
“Creo que por un sentido de obligación y de costumbre, llené y envié los papeles de la misión, marcando con extremo cuidado la columna donde expresaba mi gran deseo de prestar servicio en el extranjero y en otro idioma. También tuve la precaución de hacer notar mi excelencia como estudiante de ruso y mi capacidad de pasar dos años entre el pueblo ruso. Seguro de que ningún comité podría resistirse a tales cualidades, me quedé tranquilo esperando gozar de una extraordinaria aventura cultural y educativa”.
Se quedó impactado al recibir el llamamiento para cumplir una misión en los Estados Unidos. No sabía nada del estado en el cual prestaría servicio, aparte de que estaría en su propio país y hablando en inglés, en lugar del otro idioma que había aprendido y, como dijo: “Las personas con las cuales trabajaría serían académicamente incompetentes”. Continúa diciendo: “Estuve a punto de rechazar el llamamiento, pensando que me sentiría más útil anotándome en el Cuerpo de Paz o algo por el estilo”.
Felizmente, aquel joven orgulloso encontró el valor y la fe para aceptar el llamamiento y seguir la guía y los consejos del buen presidente de misión. Entonces comenzó el milagro de su progreso espiritual. Él lo describe así:
“Al empezar mi servicio entre la gente ignorante de [aquel estado], luché denodadamente durante varios meses; pero la dulce influencia del Espíritu comenzó gradualmente a derrumbar las paredes de orgullo e incredulidad que rodeaban estrechamente mi alma. Y empezó el milagro de mi conversión a Cristo; el sentido de la realidad de Dios y de la fraternidad eterna del hombre se hizo cada vez más fuerte en mi turbada mente”.
Él reconoció que no le había sido fácil, pero que con la influencia del excelente presidente de la misión y con el amor creciente que fue sintiendo hacia la gente a la cual servía, el cambio se hizo posible y tuvo lugar.
“Mi deseo de amar y servir a esas personas que, en la escala más importante, eran por lo menos mis iguales y casi sin duda superiores a mí, se hizo cada vez más fuerte. Por primera vez en la vida, aprendí la humildad, aprendí lo que significa valorar a los demás sin tener en cuenta los detalles insignificantes de la vida. Empecé a sentir que el corazón se me henchía de amor por los espíritus que vinieron conmigo a esta tierra” (carta a las Autoridades Generales, febrero de 1994).
Tal es el milagro del servicio. Como lo dijo la poetisa:
Mas si Él me llama a sendas
que yo nunca caminé,
confiando en Él le diré:
Señor, adonde me mandes iré.
(Himnos, N° 175.)
Testifico de Jesucristo, que nos llama a Su camino y a Su servicio, y ruego que tengamos la fe y la dedicación de seguirlo y las fuerzas para ser lo que Él quiere que seamos, en el nombre de Jesucristo. Amén.